Investigación: parte I
Cada vez son más las voces que se alzan contra el deficiente servicio que presta Trenes de Buenos Aires (TBA). Trabajadores, delegados sindicales, políticos opositores, periodistas y agrupaciones de usuarios y de defensa al consumidor coinciden en sus cuestionamientos a la empresa de los hermanos Mario y Claudio Cirigliano y se preguntan por qué el Gobierno nacional no le quita la concesión, como lo hiciera con Trenes Metropolitanos, de Sergio Taselli.
En los últimos días, TBA estuvo en el centro de la escena por razones poco felices. Es que el juez federal Ernesto Marinelli determinó que la empresa tendrá que pagar una multa diaria de 10 mil pesos hasta que mejore el servicio a los usuarios de la ex línea Sarmiento. La denuncia –apelada por TBA- se debe al trato desigual que los pasajeros del Sarmiento reciben con respecto a la ex línea Mitre, de la misma empresa. Asimismo, el miércoles 4 de julio el Senado dio media sanción a un proyecto que contempla la creación de dos sociedades estatales que custodiarán el funcionamiento de las concesionarias de los trenes, tras los múltiples inconvenientes de los últimos tiempos.
Por eso muchos se repiten la misma pregunta: ¿Qué hace falta para que el Gobierno le quite la concesión a TBA? A lo largo de la investigación trataremos de dar una respuesta. Pero primero, algo de la triste historia de los trenes en Argentina.
Dos décadas de desinversión
Poco queda hoy de aquellos trenes nacionalizados durante el primer Plan Quinquenal del peronismo. Bautizados por el mismo presidente Perón con los nombres de próceres argentinos (Sarmiento, San Martín, Urquiza, Mitre, Roca), los trenes del área metropolitano de la Ciudad y Gran Buenos Aires son casi los únicos que siguieron funcionando luego de la política del presidente Menem de: “Ramal que da pérdida, ramal que cierra”. Sin embargo, las condiciones del servicio, ahora privatizado, están lejos de satisfacer a usuarios y especialistas en el tema.
Al caso concreto de TBA le corresponde la concesión de las líneas Sarmiento y Mitre, que en la actualidad incluyen, en conjunto, más de 94 km de vías en el ramal electrificado; 274 km en el ramal diesel; un servicio interurbano que une las ciudades de Buenos Aires, Rosario y Santa Fe; 97 estaciones; una flota de 416 coches eléctricos, 40 locomotoras y 73 coches remolcados. Y sin embargo, estas son las cifras actualizadas, es decir, posteriores al profundo proceso de vaciamiento que los hermanos Cirigliano llevaron adelante en su porción del sistema ferroviario argentino, que en sus mejores épocas supo ser líder y ejemplo para toda América latina.
Los principales argumentos que se utilizaron para privatizar durante la década menemista son los siguientes: entre 1960 y 1990 la cantidad de pasajeros había disminuido en 275 millones de personas; a fines de la década del 80 el sistema brindaba prestaciones deficientes y tenía un déficit anual cercano a los 335 millones de dólares (el famoso millón de dólares por días); sólo en un año, hubo más de 239 mil trenes cancelados o demorados. Así se llegó, en noviembre de 1991, a la licitación pública que ganó la recién creada empresa de los hermanos Cirigliano por haber sido la que menos subsidios le exigía al Estado (439 millones de dólares por diez años de concesión, contra los 851 y 1455 millones de la segunda y tercer oferta)
Una vez concesionado el sistema, la demanda de transporte creció un 124 por ciento, pero la oferta de servicios, medida en coches por kilómetro de vía, se incrementó sólo en un 59 por ciento, según datos de la misma empresa. Y esto fue en la mejor época del servicio privatizado. A partir de 1999, la recesión de la economía argentina impulsó el incumplimiento de los aportes contractuales del Estado, lo que a su vez justificó el respectivo incumplimiento de los privados y la total desinversión en mantenimiento, infraestructura y modernización de equipamientos rodantes. En 2001, el Estado, a través de un decreto firmado por el entonces presidente De La Rúa, reconoció la deuda contraída con la empresa y propuso cancelarla con bonos de deuda externa y un acotado aumento de tarifas. A cambio, TBA se comprometió a una serie de proyectos (provisión de nuevos coches eléctricos, renovación de vías, modernización de los sistemas de señalización, eliminación de los pasos a nivel, obras de electrificación, etc.) que aún hoy permanecen inconclusos.
¿La excusa para este nuevo incumplimiento? Ya en 1999, distintas presentaciones judiciales realizadas por el Ombdusman de la Nación y por agrupaciones de usuarios, había impedido el aumento de tarifas. TBA argumentó luego que sin estos fondos adicionales la empresa apenas si podía seguir funcionando, mucho menos reinvertir ganancias. A esto se le sumó el incremento de la presión tributaria de un Estado cada vez más insolvente: en 2001 el IVA fue incluido en el transporte con una alícuota del 10,5 por ciento, el impuesto a la transferencia de combustibles aumentó un 67 por ciento y las contribuciones patronales un 36 por ciento. La crisis política y económica posterior (2001/2002) sólo empeoró esta situación.
Debido al alto nivel de desocupación que generó la crisis, la demanda de transporte, y su consecuente venta de pasajes disminuyeron un 25 por ciento. Apoyándose en estas cifras y en el impacto resultante de la devaluación del peso sobre los insumos importados, las empresas privatizadas consiguieron que el presidente Duhalde dictara la “Emergencia Ferroviaria”, que de hecho suspendía todas las obras de inversión a la vez que beneficiaba a los privados con fondos de un Fideicomiso proveniente de los impuestos al gasoil. A cambio, lo único que debían hacer las empresas era no aumentar los precios de sus pasajes.
Así llegamos, a grandes líneas, a la situación actual.
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